
Soy un egoísta y celoso… lo sé y no me apena decirlo. Mi familia es primero, mi esposa y mi hija. Tanto así que me cuesta compartir tiempo con otros miembros de los apellidos Guerrero González. La llegada de Dalia, desde su concepción, aumentó la tozudez.
Hace poco Tania me preguntó si iría a Babahoyo este fin de semana. Mi cara de “¿por qué?” la motivó a inquirir “¿Irás o mágicamente te aparecerá un turno de fin de semana? Si ponemos el asunto en una balanza me parece que yo he compartido más tiempo con tu familia que tú con la mía”. Touché, es cierto. No hay por qué explicar o justificar. Es verdad, en ese aspecto he sido injusto. No tengo nada en contra de Babahoyo, ciudad natal de mi flaca, ni mucho menos con mi suegra que me quiere igual que un hijo –por lo menos bajo la percepción de mi esposa y cuñados- pero vaya que cuesta hacer amena la estadía en cualquier casa fuera de la propia, pese a que mis seres queridos son buenos anfitriones.
Últimamente sufro de esa pereza mental -hasta en los lugares donde nací y crecí- porque me resulta más atractivo dedicarme a mi hogar y las cosas que no se puede hacer entre semana, sea lavar la ropa –en lavadora desde luego-, ayudar en la limpieza de la casa o… mi parte favorita, jugar con Dalia.
No me conocía esa obsesión hasta que me casé y creé mi familia. Supongo que el equilibrio entre requerimientos tendrá que pulirse… pero el egoísmo y celo familiar es un legado que viene desde mi abuela materna (+) y aunque lo acomode ahora, sé que regresará.
Es un presentimiento.
