martes, 19 de octubre de 2021

Historia de un divorcio

 

“Vaya a pelear con su mamá.”

El último de tantos. Va, casi que me lo merecí…
Y digo casi porque pude manejar su intromisión de otra forma, ignorándola.
Pero no, tenía que contestar y señalarle, tácitamente, que no es quien para sugerir que es incorrecto que mis problemas afecten mi entorno.
Ella… Quien por condiciones de salud tiene problemas para manejar los enojos.
Por supuesto, fui contundente y poco amable, obvio sintió que lo hice personal y, en mi defensa, tampoco fui muy prudente de su parte sentirse con derecho a criticar mi forma de manejar los problemas.
Digo, si por eso mismo se separó de mí… Uno entre todos los defectos míos que le señaló a una prima para justificar su decisión de irse de la casa.

Defectos que ya conocía antes de casarse conmigo, así que no entiendo la sorpresa y decepción… En retrospectiva, también tuve que haber visto las señales como cuando de la rabia partí un celular contra la pared por una discusión que tuvimos siendo enamorados.

En el camino, me volví un mentiroso compulsivo, siempre tratando de esquivar discusiones con ella. Tenía que haber sido más frontal, me porté como cobarde.
De pronto, no duraba en los trabajos por molestias en el cuerpo, por estrés o porque simplemente no se sentía cómoda. En los casi 12 años de matrimonio, le conocí cinco trabajos distintos.
Siempre la apoyé aunque después me lamentaba con las deudas asumidas entre los dos y que finalmente pagaba yo. En algún momento se lo señalé y me respondía que dónde había quedado el apoyo que le ofrecí para que pudiera renunciar.
Con el tiempo, las evaluaciones médicas determinaron que tenía indicios de Parkinsonismo y que debía dejar de trabajar. Eso la frustró, ella que tanto se había esforzado por un título de comunicadora social.
Por supuesto, como buen esposo le pagué el seguro para que siguiera con su tratamiento en su obligada cesantía. En medio de esto, se dio una discusión que terminó pésima… Era 2018, fue cuando me percaté que mi matrimonio se iba a pique.
Incluso, por entonces, se barajó la idea del divorcio pero ella me señaló que si se iba de la casa, no tenía con quien quedarse. Descarté la idea porque no quería ser recordado como el indolente que ponía a la madre de mi hija de patitas en la calle.
Pero la situación no tenía pinta de mejorar. Encima de todas las situaciones anteriores, manejé la economía familiar con los pies, lo admito, asumiendo deudas que aún no pago. Estaba cometiendo error tras error, todo con el ánimo de mantener un matrimonio para que mi hija no tuviera que pasar por lo que yo, la disolución de una familia con padre y madre enfrentados entre sí.
Y entonces, perdí mi trabajo, un evento que aceleró el desgaste emocional entre ella y yo. Sin embargo, cuando me sentí un fracaso como esposo, ella me dijo que yo le daba lo que nadie más: estabilidad emocional.
Tenía que sincerarme… Y, eventualmente, se lo dije… Que ya no me atraía como mujer.
Habría pasado un mes del “tú me das estabilidad” y una noche, vino a decirme que quería dar un paso al costado, sugerencia que le había dado años atrás.
Ni le discutí. Vi en sus ojos lo decidida que estaba. En ese preciso instante, murió lo poco de amor que quedaba para ella.
No pudo irse enseguida, debía arreglar detalles. En los días de transición, me sugirió hacer un viaje a Quito. Entendí la indirecta. Eso me indignó.
“No sé tú pero yo no tengo plan B, si es lo que pensaste”, le dije. “Yo tampoco”, me respondió.
Se fue.
Unas semanas después contactó a una prima mía para que la ayudara con el tema del divorcio, asunto al que no le puse objeción. Lo que me llamó la atención fue que usara a mi prima de pañuelo de lágrimas.
Mi prima solo le creyó lo necesario. Desde el inicio, procuró ser muy prudente y prefirió no tomar partido en el tema. Eso sí, ayudó a su modo.
Se convino que la nena se quedara con ella y el tiempo con la niña sería compartido, entre otros detalles. Firmado el acta de divorcio, todo se manejó bien entre ambos, salvo por una impertinencia de mi parte en la que me enteré accidentalmente que ya tenía pareja, asunto del cual ya tenía mis propias sospechas así que sorpresa, sorpresa, no fue. No obstante, como dije, todo estaba bien.
Hasta que…
Un fin de semana decidió omitir que se llevaba a mi hija a la casa de su nueva pareja. Eso sí me molestó porque parte del acuerdo fue informar del paradero de la nena siempre. No sé qué la motivó a actuar así pero se equivocó conmigo si pensó que me enojaría porque mi hija conviviera con su nueva pareja.
Por favor, tuve dos padres divorciados quienes a su vez salieron con más de una persona. Hace rato que aprendí la convivencia con los recién llegados a la vida de un divorciado.
Como se negó a dar ubicación, tuve que solicitar apoyo a mi prima. Lo siguiente que pasó, es que regresó a la nena al día siguiente a mi casa… Con el tiempo, nuestra hija estableció que prefiría quedarse en la casa de mi madre, donde vivo, porque se siente más cómoda.
Después de eso, fue discrepancia tras discrepancia. Llovió sobre mojado. Como resultado, ella me percibe como un ser conflictivo con el cual no se pude dialogar amablemente.
No hace falta entrar en más detalles, solo es pertinente que se sepa la consecuencia de tanto conflicto.
Que me vaya a pelear con mi mamá fue lo último que me dijo. Yo no llegaría a ese punto con ella pues a mi exsuegra la tengo en tan alta estima que lo último que deseo es su mal.
En todo este proceso, mi hija ha sido mi mayor confidente y mi mejor amiga y por ella me he mantenido mentalmente saludable.
Desde el inicio, ha sido mi prioridad. “He notado que ha evolucionado para bien”, lo más reciente que me dijo.
Entonces estoy haciendo un buen trabajo, no necesito irme "a pelear con mi mamá"... 
De hecho, con nadie.

domingo, 3 de octubre de 2021

Redención

 

Quien conoció el infierno, no lo asusta cualquier diablo…

Es una frase que acuñé hace algún tiempo. Suena a cliché, por supuesto, y llegó a mí en un momento de retrospección sobre lo aprendido en una época bastante oscura de mi vida.

Por mucho tiempo, viví con la carga del arrepentimiento sobre cosas que hice y dejé de hacer y, con esa tara, buscaba enmendar fallas… No me percataba del círculo vicioso que ceñía sobre mí al incrementar esa culpa con nuevos errores.

Tuve que pasar un divorcio y ver de cerca la tristeza de mi hija para percatarme de eso.

Gracias al apoyo de una prima, mi hija recibió asistencia psicológica de la cual yo también saqué provecho. Una revelación fue que la psique y conducta de los padres se hereda genéticamente… Al saberlo, comprendí que mi niña requería de más atención de la que yo recibí cuando tomé caminos errados en la adolescencia y parte de la juventud.

Bueno, más bien lo corroboré porque para ese momento sabía que debía ser mejor que mis padres al manejar la separación.

Me comprometí también a ser mejor padre de lo que fue el mío (tuvo muchas cosas buenas pero se equivocó en algunas). Incluso en las horas más bajas de mi niña, tuve los conocimientos necesarios para echarle un poco de luz porque son caminos que ya recorrí… Caminos muy oscuros.

Mi niña es más parecida a mí de lo que me había percatado y, hasta cierto punto, asusta un poco por ese lado oscuro que le heredé y conozco muy bien.

Lo que sí está en mis manos es no darle razones para crearse un infierno como a mí me las dieron, darle una mejor capacidad de decisión que la que yo tuve.

Es lo que todo padre aspira, que su hijo o hija sea mejor que uno.

No hay necesidad de renegar de mi pasado, de lo que hice y dejé de hacer…

Porque todo eso me ha dado lo que he necesitado y necesitaré para llevar a mi hija por un mejor camino del que recorrí.

Y que sienta, en todo momento, que no está sola al caminar los senderos que elija.