Por
costumbre, bloqueo la señal del celular cuando estoy entrevistando
para que la grabación no se corte por alguna llamada. Estaba en un
astillero, cerca del río Guayas haciendo lo mío... Recogiendo
historias.
Al
devolver la señal a mi dispositivo, di prioridad a la lectura de los
mensajes de Whatsapp del grupo donde todos los miembros de mi familia
materna, los Zambrano, compartimos de todo un poco, desde chistes
hasta debates políticos aunque esto último lo dejamos de hacer.
Somos demasiado empecinados en nuestras posturas y evitamos herir
cualquier susceptibilidad... Además, que el propósito del grupo, en
palabras de mi prima Stef, es solo compartir contenido familiar como
fotos e historias.
Seis
palabras brillaron entre la pila de mensajes... Seis palabras que
sentenciaban el desenlace para el cual nos preparamos los Zambrano
por una semana. Mi abuelo, el único que me quedaba, Marcos Raúl
Zambrano Pinoargote, falleció a sus 92 años tras una breve batalla
con anomalías cardiovasculares.
Don
Fausto, administrador del astillero, seguía hablándome mientras yo
encontraba fuerzas para no desbaratarme en lágrimas ante él. Mis
ojos llegaron a brillar en esa lucha interna pero no lo notó. “Sabe
que mi tío llegó a vivir 100 años y 2 meses”, comentó. Con una
mueca envidié la suerte que tuvo.
Saliendo
del sitio, llamé a mi esposa para comentar la noticia y a mi madre
para saber cómo estaba. Había que planear el viaje a La Libertad,
mi segundo lugar natal después de Guayaquil, donde la familia de mi
progenitora se formó... Allí, a pocos metros del mar donde pienso
retirarme algún día.
Al
día siguiente, emprendí el viaje. Noté que había llorado mucho
menos que cuando perdí a mi mami Chabela, la esposa de mi abuelo,
hacia exactamente 15 años y 2 días. No hallé explicación para mi
pasividad.
Me
dediqué a rebuscar en el baúl de mi memoria la primera enseñanza
de mi abuelo, la primera de muchas... Y la primera fue precisamente
esa, la de saber mantener la calma en un momento difícil. En una de
las tantas caminatas en la playa del “Batallón Hormiga” -como mi
papi Marcos llamó al grupo de nietos-, quien les narra fue
arrastrado por una ola hacia una pequeña poza de agua salada. Empecé
a patalear del susto, yo, una criatura de 7 años. Mi abuelo me pedía
calma, yo no lo escuchaba hasta que gritó “¡Carajo, que te
calmes!”. Yo me quedé paralizado, era la primera vez que me
gritaba y con lisura incluida... Pero sirvió pues en el sosiego me
di cuenta que podía flotar sin problemas y, siguiendo las
directrices de mi abuelo, pude superar la situación nadando.
Tras
casi dos horas y media de viaje, finalmente llegué a la casa de mi
tía Noralma, la menor de las hijas de mi abuelo y quien lo acogió
en sus últimos días. Saludo a todos, abrazando con más fuerza a
mis tíos. Todo parecía eterno antes de ver el féretro.
Cuando
llego hasta él, lo miro brevemente... No quería que prevaleciera el
recuerdo de un cuerpo inerte sino el de la persona que luchó hasta
su hora final, el hombre justo, el padre sabio, el abuelo
carismático... El ser que deja una estela de valores que encantó a
cientos, puede que a miles.
Entonces
localizo a mi madre, a la que abrazo por más tiempo. Me presenta a
sus amigos con la frase típica: “Es mi hijo, trabaja en El
Telégrafo”... Ella, mi mejor asesora de imagen y relacionista
pública.
Continuo
mi camino hasta sentarme en un jardín. Aunque planeé sentarme a
contar las horas en
medio de mangueros y ciruelos hasta
partir para el cementerio, di vueltas por la casa de mi tía hasta
encontrar a mis hermanos y conversar con ellos como pocas veces,
recordando anécdotas del papi Marcos.
Casi
una hora antes de la partida, se realizó un culto evangélico para
dar gracias porque mi abuelo había decidido 'entregar su vida al
Señor' antes de morir. Mis tíos: Marina, Noralma y Marcos, en ese
orden, dedicaron unas palabras a la memoria de su padre. Mi tío
Marcos dio un discurso muy emotivo y aunque se había propuesto no
llorar, su
voz se quebró desde el inicio por la tristeza.
Recordó
varias frases de su progenitor... De hecho, las estaba compilando
para la ocasión. Yo le compartí una que se grabó en mármol dentro
de mi memoria, en 1997: "Acudes al poder de los golpes cuando
has perdido poder en tus palabras". Es una máxima que procuro aplicar cada día de mi vida, defender mis argumentos desde la lengua y no los puños.
Muy emotivo. Un abuelo ejemplar
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