martes, 23 de noviembre de 2010

Pedazos de cristal


Casi es tedioso. Cuando cualquier objeto de cristal se nos escapa de las manos o algún otro movimiento de nuestro cuerpo hace que busque el piso en caída libre, en la mayor parte de las ocasiones termina por convertirse en trozos de varios tamaños, mucho de ellos, microscópicos.
Toca, entonces, limpiar y recoger los pedazos. He ahí lo tedioso. Y en lo posterior, las frases de consuelo:“No pasó nada”, “era de verse”, “tranquilo, que la vida sigue”... pues sí, todas tienen razón.
Ha pasado algo más de una semana después del adiós que le di a quien por más de una década fue mi amiga, mi confidente... varias personas han manifestado que era una situación previsible. Yo, en definitiva, no lo vi así.
¿Cómo podría prever semejante y áspero final?
Al compartir el asunto con amistades cercanas, y por respeto de lo que alguna vez significó, he preferido no entrar en detalles del por qué y cómo un lazo, aparantemente fuerte, se perdió tras malas impresiones mutuas. Cada quien tiene su justificación.
Por lo pronto, sigo sosteniendo mis argumentos, y, si la conocí bien, ella sostendrá los suyos... sin conciliación a la vista.
Se dice que para que alguien se convierta en tu peor enemigo, como requisito principal, debió ser tu mejor amigo en algún momento -eso también me lo han repetido en la última semana-. Vaya... si de pronto se nos ocurriera asumir ese rol, de seguro volarían pedazos de ambos. Al menos por mi lado, no se me antoja.
Confieso, sin embargo, que durante las primeras horas tras el rompimiento sentí más bien una especie de alivio. Mantener ese tipo de amistades -único dentro de mi círculo- teniendo a mi amada esposa -mi mayor confidente y amiga- requiere un gran esfuerzo... nunca sentí el cansancio hasta que dejé caer ese pesado cristal. ¿Competencia? No, porque ninguna de las dos se habría interesado en ella.
Una vez en casa, de las fotos que me tomé estando con la ahora ex amiga, me limité a sacar aquellas en la que aparezco solo. Haber comprado una pen drive solo con el fin de traerme gráficas y músicas del fin de semana aquel, cumple un objetivo no previsto: fue confinada a mi baúl de recuerdos personal con todo aquello que tenga que ver con ella.
Obvio, no pretendo olvidarlo todo... ojala pudiera.
Perdido en una de las paredes de mi cuarto, recibo un abrazo de mi esposa... habían pasado 157 horas del famoso “adiós”. Me pregunta si me pasaba algo. “Te mentiría si te digo que he dejado de pensar en el asunto”, le respondí. “Te dejaron con el corazoncito partido”, me dijo en tono maternal al tiempo que me abraza más fuerte.
Mi esposa, la que me cuida, la que me aguanta, la única que conoció en detalle de lo que pasó... y enemiga confesa de varias fantasmas en mi cabeza. “Después de todo, de las tres, han caido dos... supongo que estarás feliz”, le acoto en tono burlón. “Jamás me he de alegrar por ver que pierdes a tus amigos”, me contestó, mucho más seria que yo.
Y aquí estoy... recogiendo más pedazos de lo que dejé caer. Por mucho que me esfuerce, algunas migajas de cristal quedarán en el piso y no todo quedará en mi baúl, ese que conservo en el punto más alto de mi armario.
Por pura nostalgia.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Mientras más alto...


En cada plan, una improvisación. Hace poco estuve en Quito y compartí con una representante del gremio femenino un viaje por el teleférico. En cada metro que subía, mis pulmones y bronquios se dilataban con la presión y el aire puro... el ambiente resultaba tan diferente que mi sistema dióxido carbónico rechazaba a ratos semejante pureza.

4.100 metros sobre el nivel del mar, es la distancia que se me anunciaba al pie del recorrido. Poco antes de subir al teleférico, uno de los asistentes del lugar dejó bien demostrado que la práctica hace la perfección tras tomar una foto para el recuerdo.

A mi acompañante le extasiaba el panorama tan solo a 5 minutos de elevarnos en el artefacto. Igual yo. Es notable la diferencia entre la capital y mi ciudad natal. Desde el punto más alto al pie del río Guayas, el cerro Santa Ana, se puede diferenciar hasta donde llega la urbanización de Guayaquil. Pese a que no estábamos en el punto más alto de Quito, la urbe serrana parecía no tener un lugar donde culminar su sábana de concreto sobre el valle.

Una pareja hacía compañía en la cabina de 1,50 metros que nos trasladaba hasta Cruz Loma. Ellos también quedaron maravillados del esplendor quiteño, que aparentemente no se comparaban con sus natales Otavalo y Riobamba... pero hubiese mejor para ellos estar solos. La presencia de dos personas más definitivamente limitaron sus gestos de cariño en el trayecto.

21 pilotes guiaron los cables hasta el final... del teleférico mas no del recorrido. Si uno se lo proponía, podía llegar más alto, hasta casi perderse, literalmente, en el cielo. La espesa neblina era bastante acolitadora pero definitivamente, también tenebrosa.

Una pequeña gota sobre mi frente fue el recordatorio que se estaba profanando el sitio al que solo suelen llegar, por sus propias extremidades, aves y mamíferos. Había que hacer una pausa antes de pretender llegar a mayores alturas.

Mientras el ambiente se humedecía más de lo que ya estaba por la neblina, “Vino hervido”, una leyenda en medio de un local comercial, llamó mi atención. El frío y mi paladar terminaron por justificar que 4 dólares bien valían un trago de semejante elixir a base de uvas.

Aquel trago, el mullido mueble del lugar y música contemporánea -nada romántica, por cierto- me envolvieron de tal forma que casi no quería salir de allí. Desde luego, mi anillo en la mano izquierda me recordó que esas decisiones deben ser consultadas, y el recuerdo de mi sangre inquirió si el ambiente de Cruz Loma era suficiente para olvidarla.

No, desde luego que no.

Cuando la lluvia se transformó en rocío se dio un nuevo intento de alcanzar la cima de aquella elevación. Pensé que la adaptación de casi año y medio de mi acompañante en las alturas, luego de 26 de vivir a nivel del mar, serían suficientes como guía. Por alguna razón, se tuvo que retroceder antes de culminar el objetivo.

Los bramidos de las nubes me sonaron a risa porque finalmente nos retirábamos del lugar... Puede que también intuyeran eventos posteriores.

En lo que se abordaba la cabina, un guardia del lugar me advirtió de que durante los 15 ó 20 minutos del recorrido en el teleférico se han presentado muchas situaciones peculiares, ya entrada la tarde, casi en la noche... Qué cosas se escuchan... y se ven.

Y se bajó... de hecho se bajó tanto que antes de las 20:00 se llegó al piso de todo. Es curioso cómo los errores son capaces de develar verdades ocultas, propias y ajenas.

No se perdió el viaje porque de lo que yo hice, no estoy arrepentido y aprendí demasiado... y estoy seguro que mi acompañante sintió el mismo efecto de la altura.

Es el precio que se paga por volar más allá de lo permitido.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Un sabor extraordinario



Hay que ver lo que una jornada de trabajo durante un feriado puede hacer. Parece que la mayor premisa es tratar de simular lo mejor posible un descanso.
Cinco días... vaya que fue largo. Felizmente tenía a cargo más de una página y por efecto del esfuerzo aplicado, los minutos se acortaron.
Fueron momentos para una camaradería inusual en la oficina. Solo como muestra: en días normales el único sonido que se escucha, fuera del tráfico de la avenida 10 de Agosto y el rimbumbear de los teclados, es el televisor encendido en un canal informativo... o deportivo, depende de algunas aprobaciones.
En esos cinco días, casi ni tráfico había. Desde el interior, en cambio, el ritmo de los teclados cambió casi al punto del silencio. Y es que la mayor parte del trabajo estaba hecho. Quienes disfrutaban de largas horas de descanso tuvieron que, literalmente, fajarse antes del feriado por llenar decenas de páginas.
En el televisor, un conocido y controvertido dibujo animado, de forma cuadrada y pantalones idénticos, en sus primeros capítulos ocupaba el lugar de la típica imagen de un presentador -o presentadora- de noticias.
“¡Quiero a mi mamá, señor Calamardo!”, gritó uno de los personajes... la verdad, yo también la quería.
A ratos el televisor retomaba su habitual uso pero en volumen bajo. Hubo quien también aprovechó para escuchar música, compartiendo sus gustos con el resto del departamento de Redacción.
“Cualquiera menos esa”, llegué a comentar con mi compañera de escritorio, en alusión de que una de las melodías me traía recuerdos de alguien que no precisamente era mi esposa. “El riesgo de dedicar una canción a quien en su momento fue especial es que en el futuro esas letras te devuelven al pasado”.
Otra canción le siguió a esa. “¿También la dedicaste a alguien?”, me dijo la compañera en tono sarcástico. “No, pues, qué”, le contesté. Tampoco es que reparto dedicatorias a diestra y siniestra. “Eso me saco por compartir mis recuerdos”, pensé... y lamentablemente, no gozan del mismo seguro tenaz.
Toda la figura informal, hasta el final de los días... del feriado.
Mientras en casa, para no quedarme atrás en el Día de los Difuntos y facilitarle las cosas a Tania -quien estuvo que se partía en varias de ella por los preparativos del cumpleaños de Dalia- improvisé mi colada morada con un sobre de Royal y una lata de ensalada de frutas en almíbar.
Tania puso su toque con clavos de olor y canela, y un sencillo puesto improvisado en una esquina me permitió hacerme de mis “guaguas” de pan. Mientras que la nueva temporada de Smallville y una hora de “Play” cerraron el final del feriado... perdón, de la jornada extraordinaria.
Aunque no pude completar el cuadro -faltó la visita al cementerio- me quedó un buen sabor de boca.