En cada plan, una improvisación. Hace poco estuve en Quito y compartí con una representante del gremio femenino un viaje por el teleférico. En cada metro que subía, mis pulmones y bronquios se dilataban con la presión y el aire puro... el ambiente resultaba tan diferente que mi sistema dióxido carbónico rechazaba a ratos semejante pureza.
4.100 metros sobre el nivel del mar, es la distancia que se me anunciaba al pie del recorrido. Poco antes de subir al teleférico, uno de los asistentes del lugar dejó bien demostrado que la práctica hace la perfección tras tomar una foto para el recuerdo.
A mi acompañante le extasiaba el panorama tan solo a 5 minutos de elevarnos en el artefacto. Igual yo. Es notable la diferencia entre la capital y mi ciudad natal. Desde el punto más alto al pie del río Guayas, el cerro Santa Ana, se puede diferenciar hasta donde llega la urbanización de Guayaquil. Pese a que no estábamos en el punto más alto de Quito, la urbe serrana parecía no tener un lugar donde culminar su sábana de concreto sobre el valle.
Una pareja hacía compañía en la cabina de 1,50 metros que nos trasladaba hasta Cruz Loma. Ellos también quedaron maravillados del esplendor quiteño, que aparentemente no se comparaban con sus natales Otavalo y Riobamba... pero hubiese mejor para ellos estar solos. La presencia de dos personas más definitivamente limitaron sus gestos de cariño en el trayecto.
21 pilotes guiaron los cables hasta el final... del teleférico mas no del recorrido. Si uno se lo proponía, podía llegar más alto, hasta casi perderse, literalmente, en el cielo. La espesa neblina era bastante acolitadora pero definitivamente, también tenebrosa.
Una pequeña gota sobre mi frente fue el recordatorio que se estaba profanando el sitio al que solo suelen llegar, por sus propias extremidades, aves y mamíferos. Había que hacer una pausa antes de pretender llegar a mayores alturas.
Mientras el ambiente se humedecía más de lo que ya estaba por la neblina, “Vino hervido”, una leyenda en medio de un local comercial, llamó mi atención. El frío y mi paladar terminaron por justificar que 4 dólares bien valían un trago de semejante elixir a base de uvas.
Aquel trago, el mullido mueble del lugar y música contemporánea -nada romántica, por cierto- me envolvieron de tal forma que casi no quería salir de allí. Desde luego, mi anillo en la mano izquierda me recordó que esas decisiones deben ser consultadas, y el recuerdo de mi sangre inquirió si el ambiente de Cruz Loma era suficiente para olvidarla.
No, desde luego que no.
Cuando la lluvia se transformó en rocío se dio un nuevo intento de alcanzar la cima de aquella elevación. Pensé que la adaptación de casi año y medio de mi acompañante en las alturas, luego de 26 de vivir a nivel del mar, serían suficientes como guía. Por alguna razón, se tuvo que retroceder antes de culminar el objetivo.
Los bramidos de las nubes me sonaron a risa porque finalmente nos retirábamos del lugar... Puede que también intuyeran eventos posteriores.
En lo que se abordaba la cabina, un guardia del lugar me advirtió de que durante los 15 ó 20 minutos del recorrido en el teleférico se han presentado muchas situaciones peculiares, ya entrada la tarde, casi en la noche... Qué cosas se escuchan... y se ven.
Y se bajó... de hecho se bajó tanto que antes de las 20:00 se llegó al piso de todo. Es curioso cómo los errores son capaces de develar verdades ocultas, propias y ajenas.
No se perdió el viaje porque de lo que yo hice, no estoy arrepentido y aprendí demasiado... y estoy seguro que mi acompañante sintió el mismo efecto de la altura.
Es el precio que se paga por volar más allá de lo permitido.
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