miércoles, 19 de octubre de 2011

De la teoría a la práctica





Si bien mi primeros amores platónicos se presentaron antes del cuarto grado (una maestra de Inglés, Daniela Romo y Lucerito), mi primera ilusión, una que al menos tenía posibilidades de materializarse, se dio a los 9 años: C (me referiré a iniciales para evitar compromisos).
Era mi compañera de estudio y casi vecina en el barrio donde crecí. Recuerdo que mi propuesta de cortejo fue proyectar la imagen de un niño de bien usando una corbata de moño cada que, por cuestiones escolares, la iba a ver a su casa.
No hubo resultado alguno, si ya me saludaba era por educación. Inmediatamente posé mi interés en otra persona: K... que tampoco era lo que esperaba... me estaba dejando guiar por caras bonitas como ocurre con frecuencia a esa edad. Lo peor era que frente a mis narices estaba quien, sin envidiar nada -física e intelectualmente- a las dos primeras ilusiones, estaba interesada en mí pero no llegué a verla más allá que una amistad: M.
Recién me enteré de ello egresando de la escuela... No tengo palabras para describir cómo me sentí... Fue cuando me percaté que el físico, aunque es buen enganche, al final es lo que menos cuenta.
Y sin embargo la lección no fue bien aprendida... faltaba aquello que en verdad supiera estimular mis sentidos.
En el colegio, mi falta de ganas de socializar -ya estaba convencido que los entretenimientos superficiales no llenan-, un ambiente netamente masculino, y la prácticamente nula presencia femenina en mi círculo de amistades, propiciaron que volviera a caer en el error de dejarme llevar por una cara bonita: J.
Ella es pariente de un buen amigo mío. Al ser la primera chica con quien mantenía una cercanía en mucho tiempo, mi mente -y, asumo, las hormonas en ebullición- me hizo creer que las circunstancias en las que la conocí podrían evolucionar hacia una relación más cercana.
Por siete años creí eso... tiempo en el que, a lo sumo, me atreví regalarle un pequeño gatito violeta de peluche y un casete con música romántica. Al no ver reacción alguna frente a lo obvio, desistí del cortejo.
Entre los 22 y 25 años, sería D quien se llevara los laureles del protagonismo -sin lástima, dejé ir otras M en el camino-. En esta ocasión, le dolió más a mi orgullo: 18 poemas, un acróstico, serenatas y más, y todo lo que recibí fue manipulación, frialdad y burla.
La mejor lección de mi vida hasta esa edad sobre amar a una mujer...
Y a los 26, conocí a mi actual esposa... la bella princesa, la que supo ser sincera, auténtica, espontánea... educada y agresiva cuando el caso lo amerita... la que me me ha amado incluso en la adversidad... pero había algo más... un ingrediente que debí tomar en cuenta desde un principio: inteligencia.
Aguerrida, disciplinada, lista y hermosa... el perfil más atractivo desde mi perspectiva.
“Es lindo ver como se materializa un romance infantil con el tiempo”, le dije anoche tras una escena en televisión. “¿Te escuchas lo que estás diciendo?”, me respondió. La pregunta tenía una connotación clara: nuestra hija de 3 años.
“Ya hablaremos de eso”, le respondí para ganar tiempo en una aclaración.
Y aquí está: Siempre que, con el tiempo, se sepa diferenciar lo que, al parecer de cada quien, realmente vale la pena para que el amor florezca.

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