(Prometo utilizar las palabras más amables que se me ocurran)
Noté con una mezcla de sorpresa, tristeza y enojo la conmoción que causó en las últimas horas un reciente comentario mío citando mi ateísmo.
Lo cuestionable no es que se hayan sorprendido sino que, en contados casos, ha parecido inverosímil, extraño, "malo" y hasta inaceptable.
Y en ese torbellino de opiniones también tuve que manifestar mi enojo contra la persona que menos se lo merecía: mi esposa. Ella, quien aprendió en el seno familiar que se puede convivir con creencias y no creencias.
No voy a ocultar ni disculparme por lo que hice porque bien justificado y realizado está, todo ocurre con un objetivo y esta situación no fue la excepción.
Sin embargo, quiero dejar sentada una inquietud. ¿Tan desubicado resulta que yo elija conocer y creer lo que yo quiera?
Mi afán es ese: conocer, sentir, vivir sin más límites que los que yo establezca.
No tengo interés en llevar más etiquetas que mis apellidos y mi afinidad con Emelec. Si por default tengo que convivir con la de ateo, la acepto, pero honestamente ni esa me interesa porque tal como se lleva esa condición, donde la mayoría de sus adherentes degradan la opinión ajena, me resulta vacía.
Es evidente también que muchos tienen problemas de tolerancia con los criterios contrarios y conflictivos con sus causas ideológicas. Quieren percibir las cosas así, por mí bien, cada quien con su código de felicidad, moral y ética.
Por mi lado, seguiré siendo el de siempre, el que le gusta leer -aún los libros teológicos y cristianos-, el amigo leal, el compañero solidario, el emelecista cuasifanático, el hermano amoroso, el primo chistoso, el sobrino que "defiende lo indefendible", el hijo "inteligente pero necio"...
...El esposo y padre.
Mientras mi ciclo biológico y las circunstancias así lo permitan.
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