Dalia Isabel Castro Ascencio, nacida un 30 de septiembre de 1924. La mayor parte de su vida, antes de los 25 años, la desarrolló en Guayaquil, donde nació. Su vocación de docente la llevó hasta la parroquia La Libertad, en el cantón Salinas, donde conoció a su esposo, Marcos Raúl Zambrano Pinoargote, con quien contrajo matrimonio en 1951.
Sería en la península de Santa Elena donde pasó el resto de su vida. Formó una familia compuesta de cuatro hijos: Marina de Lourdes (1951), Ketty Cecilia (1952), Marcos Raúl (1955) y Noralma Elizabeth (1960).
Yo la conocí en 1977... soy el segundo de sus nietos.
Anécdotas, tengo muchas, unas más sencillas de asimilar que otras. Mi mami Chabela -como la llamamos sus 12 nietos- fue siempre una persona rigorista y exigente. Su manera de llevar la disciplina hacía que muchos se sintieran anarquistas.
Yo no pude... más claro, no quise llevarle muy seguido el paso. Soy por naturaleza una persona muy descomplicada, detesto los cambios bruscos -de hecho, les tengo fobia-, y no me gusta las frases intransigentes... Mi mami Chabela hacía uso de este último recurso para dar órdenes... con una frecuencia que no me gustó.
De niño y adolescente no sintonicé muy bien con ella... o por lo menos de eso estaba seguro. Desde la tortura de comer yuca y aguacate (cosas que ya aprendí a comer) hasta las tareas difíciles en época de vacaciones... Estas situaciones me hacían creer y pensar sobre la probable existencia de fijaciones, de la cual alguien pudo aprovecharse.
Tanto así que, tras un insuficiente desempeño académico en el colegio San Agustín, y con matrícula condicionada, rechacé la oportunidad de terminar mis estudios bajo su tutela... tras 9 meses y a las puertas de la incorporación como bachiller, me alejé de ellos con la soberbia propia de un oscurantista.
Le siguieron dos años de fracaso en otros planteles... a pesar de todo -y de opiniones familiares-, mis abuelos decidieron darme otra oportunidad. En esta ocasión, supe aprovechar.
Por primera vez, sentí un nexo con mi mami Chabela. Ese que me hacía entender que algo tenemos en común... soy exigente con muchas cosas, y no tengo reparos para decir verdades en la cara aunque duelan. Desde ahí, mi relación con ella me permitió ver todas sus cualidades... y lo equivocado que estaba sobre sus defectos.
Posterior a mi graduación, también descubrí mi lazo con lo social. Para mi abuela, desde pequeño era el “diputado”, el “abogado de los pobres”. Apelativos dichos con cariño -por lo menos cuando yo no daba motivo para imputaciones- porque desde siempre me gustó estar por delante de quienes no podían expresar sus ideas con claridad. Tengo facilidad de palabra... y ella lo sabía.
Lo que mi mami Chabela no conocía era mi afición por la escritura. En la navidad de 2002 -cuando aún no sabía cual carrera seguir-, ella estaba muy enferma y decidí preparar un emotivo discurso exaltando el amor familiar. Su nombre no podía faltar.
“¿De dónde copió David ese discurso?”, preguntó ella a mi madre. “De ninguna parte, yo vi cuando él lo escribía”, respondió mi progenitora. No la culpo por preguntar eso... nunca mostré esa vocación durante los doce años de educación. Yo era “el que no le gustaba escribir”.
En la primera semana de enero de 2003, en La Libertad, la familia recibía la noticia del desahucio.
Y ni siquiera tuve la oportunidad de despedirme... una prima y yo tuvimos que ir a Guayaquil por unas cosas que se necesitaban. No queríamos... como presintiendo el inevitable desenlace del 9 de enero de aquel año.
En la misma noche del velorio, ella se apareció en mis sueños. Sus nietos estábamos en edades infantiles. Para mí, representó el adiós.
Hice la promesa de ponerle el nombre de Dalia a mi primera hija. Nunca gustó que la llamasen por ese nombre... siempre Isabel... Chabela.
No entendía por qué, Dalia me parece un nombre hermoso. Mi tío Marcos sugirió Isabela como segundo nombre de mi hija. Muy disimulado, por una letra mi hija no se llama igual que su bisabuela.
Y si fuera cierto que los nombres familiares transmiten el espíritu, nada me haría sentir más orgulloso.
No hace mucho pasé por momentos difíciles y decidí resolverlos solo, sin ayuda de nadie. Sin embargo, llegó un lapso en el que sentí que mis fuerzas me abandonaban... estaba listo para dimitir.
Entonces volví a soñar con ella. Sus palabras fueron claras: “Estoy segura que yo no crié a inútiles y débiles”...
Fue como regresar en el tiempo. Una frase de ella cambia los ánimos, igual que su esposo.
En aquel oscurantismo de mi vida, estaba seguro que ella no era capaz de ver mis talentos, mis límites. Cuando estrechamos lazos, todo cambió.
Incluso reconoció mis tareas delante de otros familiares. “Siéntate, David. Ya es hora de que tus primos hagan algo”, dijo al ponerme de pie cuando ella preguntaba por alguien que haga una tarea. Eso ocurrió en 2002...
Unos cuantos minutos hubiesen bastado para decirle lo que pensaba de ella... Ponerle su nombre a mi hija representa un aliciente.
Esa frase en mis sueños... esa manera de tratarme... y se fue sin conocer de mis otras aptitudes.
Cada paso que dé en mi paternidad, deberá ser bajo la inspiración de su amor.
Sería en la península de Santa Elena donde pasó el resto de su vida. Formó una familia compuesta de cuatro hijos: Marina de Lourdes (1951), Ketty Cecilia (1952), Marcos Raúl (1955) y Noralma Elizabeth (1960).
Yo la conocí en 1977... soy el segundo de sus nietos.
Anécdotas, tengo muchas, unas más sencillas de asimilar que otras. Mi mami Chabela -como la llamamos sus 12 nietos- fue siempre una persona rigorista y exigente. Su manera de llevar la disciplina hacía que muchos se sintieran anarquistas.
Yo no pude... más claro, no quise llevarle muy seguido el paso. Soy por naturaleza una persona muy descomplicada, detesto los cambios bruscos -de hecho, les tengo fobia-, y no me gusta las frases intransigentes... Mi mami Chabela hacía uso de este último recurso para dar órdenes... con una frecuencia que no me gustó.
De niño y adolescente no sintonicé muy bien con ella... o por lo menos de eso estaba seguro. Desde la tortura de comer yuca y aguacate (cosas que ya aprendí a comer) hasta las tareas difíciles en época de vacaciones... Estas situaciones me hacían creer y pensar sobre la probable existencia de fijaciones, de la cual alguien pudo aprovecharse.
Tanto así que, tras un insuficiente desempeño académico en el colegio San Agustín, y con matrícula condicionada, rechacé la oportunidad de terminar mis estudios bajo su tutela... tras 9 meses y a las puertas de la incorporación como bachiller, me alejé de ellos con la soberbia propia de un oscurantista.
Le siguieron dos años de fracaso en otros planteles... a pesar de todo -y de opiniones familiares-, mis abuelos decidieron darme otra oportunidad. En esta ocasión, supe aprovechar.
Por primera vez, sentí un nexo con mi mami Chabela. Ese que me hacía entender que algo tenemos en común... soy exigente con muchas cosas, y no tengo reparos para decir verdades en la cara aunque duelan. Desde ahí, mi relación con ella me permitió ver todas sus cualidades... y lo equivocado que estaba sobre sus defectos.
Posterior a mi graduación, también descubrí mi lazo con lo social. Para mi abuela, desde pequeño era el “diputado”, el “abogado de los pobres”. Apelativos dichos con cariño -por lo menos cuando yo no daba motivo para imputaciones- porque desde siempre me gustó estar por delante de quienes no podían expresar sus ideas con claridad. Tengo facilidad de palabra... y ella lo sabía.
Lo que mi mami Chabela no conocía era mi afición por la escritura. En la navidad de 2002 -cuando aún no sabía cual carrera seguir-, ella estaba muy enferma y decidí preparar un emotivo discurso exaltando el amor familiar. Su nombre no podía faltar.
“¿De dónde copió David ese discurso?”, preguntó ella a mi madre. “De ninguna parte, yo vi cuando él lo escribía”, respondió mi progenitora. No la culpo por preguntar eso... nunca mostré esa vocación durante los doce años de educación. Yo era “el que no le gustaba escribir”.
En la primera semana de enero de 2003, en La Libertad, la familia recibía la noticia del desahucio.
Y ni siquiera tuve la oportunidad de despedirme... una prima y yo tuvimos que ir a Guayaquil por unas cosas que se necesitaban. No queríamos... como presintiendo el inevitable desenlace del 9 de enero de aquel año.
En la misma noche del velorio, ella se apareció en mis sueños. Sus nietos estábamos en edades infantiles. Para mí, representó el adiós.
Hice la promesa de ponerle el nombre de Dalia a mi primera hija. Nunca gustó que la llamasen por ese nombre... siempre Isabel... Chabela.
No entendía por qué, Dalia me parece un nombre hermoso. Mi tío Marcos sugirió Isabela como segundo nombre de mi hija. Muy disimulado, por una letra mi hija no se llama igual que su bisabuela.
Y si fuera cierto que los nombres familiares transmiten el espíritu, nada me haría sentir más orgulloso.
No hace mucho pasé por momentos difíciles y decidí resolverlos solo, sin ayuda de nadie. Sin embargo, llegó un lapso en el que sentí que mis fuerzas me abandonaban... estaba listo para dimitir.
Entonces volví a soñar con ella. Sus palabras fueron claras: “Estoy segura que yo no crié a inútiles y débiles”...
Fue como regresar en el tiempo. Una frase de ella cambia los ánimos, igual que su esposo.
En aquel oscurantismo de mi vida, estaba seguro que ella no era capaz de ver mis talentos, mis límites. Cuando estrechamos lazos, todo cambió.
Incluso reconoció mis tareas delante de otros familiares. “Siéntate, David. Ya es hora de que tus primos hagan algo”, dijo al ponerme de pie cuando ella preguntaba por alguien que haga una tarea. Eso ocurrió en 2002...
Unos cuantos minutos hubiesen bastado para decirle lo que pensaba de ella... Ponerle su nombre a mi hija representa un aliciente.
Esa frase en mis sueños... esa manera de tratarme... y se fue sin conocer de mis otras aptitudes.
Cada paso que dé en mi paternidad, deberá ser bajo la inspiración de su amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario