Me
levanté muy 06:05, debía reunirme con mi papá para arreglar
detalles de lo que será una intervención, cerca del corazón, para
él. Nadie quien abrazar... ni siquiera mis dos gatos, andaban
resentidos por permitir un nuevo huésped felino temporalmente.
Querían
mostrar cuál era su territorio a punta de garrazos y no lo permití.
Salieron de casa sin tan siquiera desayunar... Por distintas razones,
yo tampoco sentía apetito.
Me
comprometí al encuentro en el hospital Guayaquil desconociendo cómo
trasladarme. “Preguntando se llega a Roma”, la efectiva receta me
permitió abordar la línea 73 y descartar ciertos rostros como
posible amenaza delictiva.
Igual
tocaba estar atento... no hay cómo bajar la guardia.
Llego
al punto y unas tortillas de maíz me abrieron el apetito. Compré
dos y las acompañé con un vaso de colada. Me acordé de la última
vez que compré un combo similar, ya casi 16 años de eso...
Nostalgia...
mala señal. Me distraje brevemente con un metropolitano hablando con
una vendedora ambulante, lo vi alejarse con unas monedas en la mano.
¿Me habré perdido de algo?
Pensando
periodísticamente... mucho mejor.
Termino
mi desayuno e ingreso al hospital. Mi padre me esperaba dentro y me
presenta alguien de aparente mayor edad que él con quien seguramente
conversó mientras yo llegaba. “Él es el segundo”, le dice al
señor.
En
el estrechón de manos me asaltó otro recuerdo: las veces en que mi
padre me presentaba a su círculo de abogados como el futuro heredero
de su profesión.
Otra
vez la nostalgia... ya para qué luchar contra los genes.
Antes
de cualquier conversación, mi padre me entrega un papelito. “Es el
recibo de mis cuotas en el Colegio de Abogados, con eso hay para
cubrir el sepelio”. Lo tuve que coger... ni siquiera cuestioné el
pesimismo. Últimamente me sale con eso de “no te preocupes que sí
estás en el testamento” y le he respondido con un escueto “deje
de decir eso”.
Me
faltaron ánimos para repetirlo una vez más.
Se
levanta para asegurar su cuarto antes de la operación en un cuarto
piso. Me quedo llenando otros documentos en planta baja. Al terminar,
decido empezar a leer el libro que llegó con mi diario dominical:
“Un hombre muerto a puntapiés” de Pablo Palacio. Resulta que el
autor era abogado.
Como
si no tuviese bastantes recuerdos y sarcasmos en la cabeza.
Ni
bien empiezo con el prólogo y regresa mi padre. La doctora que lo
atendió le había dicho que había tiempo para desayunar y me invita
a unas tortillas de maíz con un café. Con el estómago diciéndome
que me iba arrepentir, accedí. Me compró tres.
Sí...
posiblemente me arrepienta después.
Regresamos
con dirección al cuarto piso del hospital. Caminé detrás de él.
La nostalgia ataca de nuevo: aquellas veces que lo acompañé a sus
litigios, siempre atrás y con maletín como todo buen secretario.
Llegamos
al cuarto piso y preguntamos por su cuarto. Que ya verificaban, dijo
una enfermera con un médico que, literalmente, le soplaba la nuca.
Aproveché para pensar nuevamente como periodista pero de esos de
farándula para saber lo que se sentía.
Algo
mejor pero para qué engañarnos, lo “rosa” no es lo mío.
Finalmente
mi padre queda instalado en su cama. Me despedí de él, sentí que
su rostro sudaba y bastante. “Es por el calor”, me dice. Desde
luego, hacía sol y al parecer el aire acondicionado del lugar no le
abastecía.
Me
toca esperar por un vehículo, miro el recibo que me entregó mi
padre y se me hace un nudo en la garganta. Aprovecho el tiempo para
leer a Pablo Palacio.
Literatura
forense... lo que me faltaba.
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