martes, 28 de enero de 2014

Cronología de la nostalgia

Son situaciones para las que, supuestamente, uno se prepara...
Me levanté muy 06:05, debía reunirme con mi papá para arreglar detalles de lo que será una intervención, cerca del corazón, para él. Nadie quien abrazar... ni siquiera mis dos gatos, andaban resentidos por permitir un nuevo huésped felino temporalmente.
Querían mostrar cuál era su territorio a punta de garrazos y no lo permití. Salieron de casa sin tan siquiera desayunar... Por distintas razones, yo tampoco sentía apetito.
Me comprometí al encuentro en el hospital Guayaquil desconociendo cómo trasladarme. “Preguntando se llega a Roma”, la efectiva receta me permitió abordar la línea 73 y descartar ciertos rostros como posible amenaza delictiva.
Igual tocaba estar atento... no hay cómo bajar la guardia.
Llego al punto y unas tortillas de maíz me abrieron el apetito. Compré dos y las acompañé con un vaso de colada. Me acordé de la última vez que compré un combo similar, ya casi 16 años de eso...
Nostalgia... mala señal. Me distraje brevemente con un metropolitano hablando con una vendedora ambulante, lo vi alejarse con unas monedas en la mano. ¿Me habré perdido de algo?
Pensando periodísticamente... mucho mejor.
Termino mi desayuno e ingreso al hospital. Mi padre me esperaba dentro y me presenta alguien de aparente mayor edad que él con quien seguramente conversó mientras yo llegaba. “Él es el segundo”, le dice al señor.
En el estrechón de manos me asaltó otro recuerdo: las veces en que mi padre me presentaba a su círculo de abogados como el futuro heredero de su profesión.
Otra vez la nostalgia... ya para qué luchar contra los genes.
Antes de cualquier conversación, mi padre me entrega un papelito. “Es el recibo de mis cuotas en el Colegio de Abogados, con eso hay para cubrir el sepelio”. Lo tuve que coger... ni siquiera cuestioné el pesimismo. Últimamente me sale con eso de “no te preocupes que sí estás en el testamento” y le he respondido con un escueto “deje de decir eso”.
Me faltaron ánimos para repetirlo una vez más.
Se levanta para asegurar su cuarto antes de la operación en un cuarto piso. Me quedo llenando otros documentos en planta baja. Al terminar, decido empezar a leer el libro que llegó con mi diario dominical: “Un hombre muerto a puntapiés” de Pablo Palacio. Resulta que el autor era abogado.
Como si no tuviese bastantes recuerdos y sarcasmos en la cabeza.
Ni bien empiezo con el prólogo y regresa mi padre. La doctora que lo atendió le había dicho que había tiempo para desayunar y me invita a unas tortillas de maíz con un café. Con el estómago diciéndome que me iba arrepentir, accedí. Me compró tres.
Sí... posiblemente me arrepienta después.
Regresamos con dirección al cuarto piso del hospital. Caminé detrás de él. La nostalgia ataca de nuevo: aquellas veces que lo acompañé a sus litigios, siempre atrás y con maletín como todo buen secretario.
Llegamos al cuarto piso y preguntamos por su cuarto. Que ya verificaban, dijo una enfermera con un médico que, literalmente, le soplaba la nuca. Aproveché para pensar nuevamente como periodista pero de esos de farándula para saber lo que se sentía.
Algo mejor pero para qué engañarnos, lo “rosa” no es lo mío.
Finalmente mi padre queda instalado en su cama. Me despedí de él, sentí que su rostro sudaba y bastante. “Es por el calor”, me dice. Desde luego, hacía sol y al parecer el aire acondicionado del lugar no le abastecía.
Me toca esperar por un vehículo, miro el recibo que me entregó mi padre y se me hace un nudo en la garganta. Aprovecho el tiempo para leer a Pablo Palacio.
Literatura forense... lo que me faltaba.

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