Según Cristian, el menor de mis hermanos, fue lo
último que mi padre dijo antes de ingresar a la sala de operaciones donde un
grupo de médicos esperaba controlar un aunerisma con la colocación de una malla
que, en teoría, evitaría que la vena reviente y se produzca un derrame interno.
En teoría…
Lo siguiente luce tan desordenado en mi mente… las
carreras para comprar las medicinas e implementos que requerían los médicos,
mis quejas que incomodaron a la persona que hizo lo que estaba en sus manos…
Unas tías -hermanas de mi padre- paseando por los pasillos o rezando, una compañera del medio que cubrió un reportaje
sobre esas operaciones -que sin saber estaba conociendo el caso de papá-
diciéndome que le habían mencionado que la intervención debía terminar sin
complicaciones…
En medio de aquel desorden, mi tía Aracelly me entregó un anillo
que por descuido estaba por ingresar con mi padre al quirófano. Me lo puse en
el mismo dedo donde llevo uno que mi esposa me dio cuando cumplimos un año de
enamorados. Desde entonces, ambos aros se hacen –y harán- compañía.
No sé en qué momento Cristian me relevó de estar al
lado de mi papá, lo cierto es que yo tenía que regresar a casa para escribir
una nota para mi sección en el diario en el que trabajo. Las ideas ya estaban
desordenadas en ese momento, habré reescrito esa publicación unas tres veces
pues los párrafos no se ajustaban al titular.
Medianoche de un jueves 30 de enero y apenas pude
dormir. Lo último que supe es que mi padre salió de la operación tras 10 horas
y pasó directo a cuidados intensivos. Mi ñaño decidió quedarse. Nos informó que
resultó más complicado de lo esperado y había que ver su evolución en las siguientes
48 horas.
Muy en la mañana la historia era otra, que mi papá
no reaccionaba y que las posibilidades eran mínimas. Con mi hermano mayor,
Marcos, corroboramos personalmente aquello. “¿Me hablan de un desahucio o
posibilidad mínima?” repregunté tras varias explicaciones de los médicos. “Posibilidades
mínimas” me dijo uno de ellos.
Me aferré a ese argumento. Marcos criticó que
estuviese dando falsas esperanzas al resto de las familias pendientes del tema,
especialmente a la primogénita de mi papá, Solange. Se atrevió a fustigar a mi
gremio en su coraje, que por eso no se nos puede creer nada. Me disculparán los
colegas, no tuve sino fuerzas para defender lo que habían dicho los médicos a
las 10:00 de ese jueves.
Las 13:00, horario de visitas. Mónica, la última
pareja sentimental de mi papá, recibía una nueva historia mientras yo salí a
comprar medicinas. Que ya solo era cuestión de horas.
Mi turno para verlo. Busqué en la sala a alguien con
mejor semblante que el paciente que estaba lleno de tubos en la cama más
lejana. Aún ahora no me explico por qué lo hice si ya sabía de sus condiciones…
pero era él, el de los tubos, el de las máquinas que indicaban que aún seguía
con vida, el que respiraba como si estuviese durmiendo, el del semblante
pálido, el de las manos frías que sostuve cuando le hablé.
Cómo darle un beso en la frente sin desconectar todo
lo que respaldaba sus últimos minutos. Solo le agarré la mano con fuerza. “Cuídate
y espéranos”, lo último que le dije.
Lo siguiente, hablar con Mónica e informarle que
debía hacer unos trámites para adelantar lo de los servicios exequiales, esos
que me negué iniciar mientras se mantuvo lo de “posibilidades mínimas”. Salí
del hospital.
No llevaba ni cinco minutos afuera cuando Mónica me
llamó, entre lágrimas me decía que mi padre acababa de fallecer… eran las 13:35
del jueves. Rompí en llanto en plena calle 29 y regresé abrazarla… a abrazarnos,
era lo que más necesitábamos en un momento tan difícil.
Lo siguiente, notificar a mi familia y amigos a
través del Whatsapp, ponerlo en Twitter, no por exhibicionismo sino por avisar
a la gente que estaba pendiente del tema y cuyo número no tenía a la mano.
Diana, una compañera del medio, fue una de las
primeras en darme un abrazo virtual. Ella, mejor que muchos, conocía de la
sensación de perder un padre. “Es duro asumirse como ‘huérfano’”, me dijo.
Muy duro.
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