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En
aquel entonces, vi con satisfacción cómo la policía se llevaba a
la fuerza a quien alguna vez consideré un pana pero que cometió el
craso error de lastimar a un familiar.
Lo
delaté, era conocido en el barrio que le entraba duro al
microtráfico de la marihuana pero nadie se atrevía a denunciar.
Yo
sí.
Era
el mismo sentimiento de venganza que me invadía... pero este se
generaba por partida doble.
Minutos
antes, me enteraba que mi esposa había sido agredida por una mujer
delgada y piel morena que deambula por el barrio. Normalmente, nadie
la toma en cuenta cuando esta desconocida se pone a hablar y gritar
solo como si le reclamara a alguien.
Desde
luego, no está en sus cabales... ¿Para qué buscarle problema? Pero
ocurría que ella lo buscó.
Sin
razón aparente, le propinó un piedrazo en la espalda a mi señora y
pretendió también agredir a mi hija. Tratando de defender a la
prole, mi mujer recibió rasguños en el rostro.
Un
morador de la zona acudió en su defensa. Tarea difícil pues la
desquiciada -las cosas por su nombre- aguantó más de un palazo con
tal de seguir golpeando.
La
mujer en cuestión tiene como único familiar a un adulto mayor que
por razones que aún no comprendo decidió tomarla por pareja. La
policía del sector conoce que no es la primera vez que agrede pero
se considera inútil ya que tras cada detención, la sueltan a las 48
horas.
Mientras
que el anciano se justifica en que no puede costear los $20 por
sesión que le cuesta realizar un tratamiento.
Caminando
a mi casa, la diviso a lo lejos... con el ánimo de aplicar mi propio
correctivo.
En
el trayecto encuentro una rama bastante recia con una bifurcación
que la hace parecer un tolete. No lo pienso dos veces para cogerla y
me preparo para emular a la Policía Metropolitana en cada metro que
avanzaba.
Golpeó
a mi esposa, trató de golpear a mi hija... ¿Qué tal si emparejamos
las heridas en la espalda y en el rostro?
Estaba
ahí, al pie de un paradero, casi impávida... La tengo frente a
frente y suelto el primer golpe.
Pero
apunté al poste que estaba a un metro de ella.
En
la última milésima de segundo cambié de parecer pero el
sentimiento de venganza no se disipaba. Mantengo el pseudo tolete
contra el poste mientras la miro... ella a mí no. El golpe la asustó
lo suficiente como para que retrocediera y se fuera.
También
me retiro del lugar... No suelto mi arma por aquello de las dudas. Mi
esposa me necesitaba más que la policía preguntándome por qué
golpeaba a una mujer indefensa.
No
valía la pena... la vergüenza... mucho menos el horrible
sentimiento que se apoderó de mí por varios minutos.
Al
día siguiente, mi hija tenía miedo tan solo de ir a la escuela. Le
reitero que gente mala siempre habrá pero que no hay que tenerle
miedo... solo tratar de alejarse de ellas.
Tener
precaución y sentir temor son dos cosas muy distintas.
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